El término reformas estructurales fue acuñado en la década de los ochenta por los organismos financieros internacionales para referirse al conjunto de políticas económicas orientadas a abrir la economía, facilitar el funcionamiento de los mercados y reducir la injerencia del Estado en las actividades productivas. Desde comienzos de los noventa el término se volvió sinónimo del Consenso de Washington, nombre acuñado por John Williamson (1990) para referirse al decálogo de medidas básicas que estaban tratando de adoptar los gobiernos latinoamericanos de corte ortodoxo para estabilizar las economías y recuperar el crecimiento económico. El decálogo incluía medidas de tipo macroeconómico (como la disciplina fiscal y el mantenimiento de tasas de cambio real competitivas), prioridades de gasto público (en educación e infraestructura), y una serie de reformas microeconómicas, que incluían la liberación de las importaciones, la eliminación de los controles a las tasas de interés y otras restricciones al otorgamiento del crédito bancario, la liberación de la inversión extranjera directa, la simplificación de la estructura tributaria, la privatización de empresas estatales, la libertad para crear empresas y el fortalecimiento de los derechos de los acreedores. En este artículo me referiré a este conjunto de reformas micro, dejando de lado los aspectos macro del Consenso de Washington.